Nada más llegar a un establecimiento lo
primero que hacía era olfatear el aire, que es lo mismo que por instinto vienen
realizando las fieras de todo tipo y condición desde el mundo es mundo. En su
caso, como además de fiera era un caballero al que le gustaba ver caras
sonrientes a su alrededor, repartía generosas propinas conforme se adentraba en
el lugar -nunca cuando se iba- con pequeños gestos que contenían las dosis justas
de elegancia e indiferencia. Rara vez se olvidaba de un nombre y, aun a pesar
de no tener los veinticinco cumplidos, le llamaban señor; no señorito, no,
señor.
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