Su fragilidad era asombrosa. Los remordimientos y la congoja
fluían libremente en su interior, sin que tuviera a mano ningún dios ante quien
arrodillarse. Sus labios, otrora húmedos de deseo, estaban secos y huérfanos de
sabor, y en su mente flotaban multitudinarias procesiones de caricias perdidas.
Desde el corredor de la planta alta podía oír el susurro de las hojas caídas en
el jardín, y allí donde había jacintos creía ver alergias, y allí donde
habitaban las orquídeas no veía más que soledades. Tras la puerta, los perros
olisqueaban el miedo.
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