La
neblina, que se deshacía en minúsculas volutas de almidón grisáceo, dejaba ver
los cuerpos de aquellos seres científicamente diseñados para soportar un tipo
de desamparo que parecía infinito. Se trataba de una maldición adornada de
progreso y comodidad que los volvió estériles, de modo que, de ahí en adelante,
resultaron ser prolíficos sólo en palabras. Arremolinados entre murmullos y voces
de temor, se les notaba preocupados por quiénes serían los encargados de
llevarse a sus muertos.
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