Concienzudamente
impuro, y lento como el deambular de una estatua coja, salió del matorral roto
y sin mundo, envuelto en una nube de tinieblas y encinas. Una zarza de fuego se
había dirigido a él para decirle lo que ya era vox populis: una muchedumbre susurrante
de ríos ebrios trituraría con desgana las piedras sobre las que, tiempo
después, se fundarían los sueños. Con el corazón en un puño y la túnica de
blancura nupcial hecha trizas, se dirigió a la habitación para decirle a su
mujer que fuera preparando las maletas: mañana mismo emigraban a Alemania.
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