Desde muy pequeño observó cómo los objetos, desvestidos de pudor y
yuxtapuestos a la vida misma, se iban haciendo un hueco cada vez más
trascendente en su tranquila vida de oficinista de provincias. Rara vez se
dirigía a ellos pero, cuando lo hacía, salía de su boca una voz sobrenatural,
una especie de salmodia de voces políglotas, cuyo eco le era devuelto por las
cosas mismas procurándole un brutal dolor de cabeza y, por ende, inquietud
asegurada para el resto de la jornada.
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