Tenía
fama de loco y de haber sido, en sus años mozos, siervo del demonio. Claro que,
bien mirado, poco o nada había de lo primero ni de lo segundo. Lo que en realidad ocurrió es que, si bien la naturaleza le había dotado de un
alma noble y sensible, lo había hecho en un cuerpo feo, tan feo, tan
extraordinariamente feo y deforme, que duramente mucho tiempo se pensó que
resultaría incompatible con la vida. Este pecado original le procuró
innumerables sinsabores. Afortunadamente, resultó tener un innegable talento
natural para el ejercicio de la paciencia y, quizás por eso de que no hay mal que
por bien no venga, lo cierto es que pudo desarrollar la rara habilidad de
guiarse en su actuar conforme a su propio criterio, importándole un pepino la
opinión de la gente que le importaba un pepino. Un caso único, sin duda, entre
los de su tiempo y especie.
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