La mirada, sin moverse un ápice de su
sitio, atravesaba veloz el éter hasta encontrarse con la mirada del otro. Una
vez allí, la casuística era muy amplia: cabía la posibilidad de que una y otra
se sostuvieran en el aire, podía ocurrir que una de ellas, cualquiera, se
escabullera en busca de un resquicio a través del cual profundizar en el ser
que tenía enfrente, y también podía ocurrir -no era extraño- que la mirada se
extraviara para perderse en un detalle –digamos unos labios- u otro –digamos el
lóbulo de una oreja-, hasta que, dibujando un hermoso tirabuzón, volviera en
busca de la otra mirada, a la que ya echaba de menos. Tomaban café, y las
miradas hablaban.
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