Cogió con las dos manos el ramillete de amapolas y margaritas
envenenadas que le regaló su amor, y camino de la residencia se las fue
comiendo. Sin sal ni nada. Parece que
–además de con las manos frías- llegó con hambre de finitud a aquella cita con
las flores del mal, de modo que se la podía ver cómo devoraba con apetito y sin aspavientos la
ponzoña que habitaba en lo más tierno de aquellos pétalos. La zozobra de esa
huida absurda, innecesaria, se
transformó primero en congoja y luego en rigidez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario