Algunas páginas de su vida las tenía marcadas con hojas de menta;
otras, con hojas de yerbabuena, y otras –las más de entre las señaladas- con un
romero sin pedigrí que los jardineros municipales habían plantado en una
rotonda cerca de su casa. Lo peor, como podrán imaginarse, era esa masa ingente
de páginas inodoras, indoloras e insípidas de las que nada recuerda, que nada
dicen, pero que pesar, lo que se dice pesar, pesaban lo suyo.
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