El aroma a sándalo melancólico que reinaba en la habitación servía
para ablandar la carne, su carne, y para convertirla de paso en una materia más
sensible al cambio. Pero no todo era atmosférico. Su rostro de satisfacción
inconsciente era también reflejo de quien, en la quietud de una tarde casi
estival, ha ejercido su derecho al sexo y a la siesta.
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