Era
portador de un extraño atractivo que resultaba casi imperceptible para la
mayoría de sus congéneres. En derredor suyo todos los labios se abrían, como se
abrían también aquellos deseos que bien pudieran haber permanecido dormidos
durante siglos en lugares inaccesibles del ser de cada cual, y que ahora se
desplegaban veloces en busca del poderoso imán que les convocaba al aquelarre.
De sus sobacos emanaba el olor de la vida misma, y él lo sabía.
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