Aquel poeta tendía a sentirse culpable sin que supiera exactamente
por qué. La causa de esa tendencia convicta, más que con una intencionalidad
física o en razones de naturaleza teológica, había que buscarla en un estado
especial del alma que le procuraba tranquilidad, mucha tranquilidad. Su
conciencia de reo permanente explicaría también ese afán tan suyo por colocar
el cuerpo dentro de la palabra: troceaba su cuerpo en partes y lo iba
remitiendo a su interlocutor, a través de una especie de extraña comunión
dialéctica, camuflando la carne y la sangre en el interior de cada palabra, que
de esa forma se convertían en palabras orgánicas. Esa y no otra era su peculiar
forma de pensar el mundo y de vivir en él.
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