Con la flema y la energía propias de un buen alemán, tenía el don
de arrastrar a su interlocutor a los dominios de su propia angustia, y a poco
que éste no se percatara de las maniobras dialécticas de su anfitrión, podía
acabar en cuestión de minutos presa de una depresión extrañamente dulce. Así,
mientras el crepúsculo languidecía hasta convertirse en oscuridad, el visitante
quedaba sobrecogido por un desasosiego que parecía tan insondable como
infinito, lo que tenía el efecto paradójico de generar hacia nuestro querido
Hans una simpatía por parte de sus víctimas del todo inmerecida.
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