En el contexto de una trama dramatúrgica y ritual, el Tiempo y él
sincronizaron sus relojes. Y luego se pusieron a hablar. Para que nuestra
insignificancia se mantenga intacta conviene no parar, dijo uno. El otro, más
preocupado por los asuntos relativos a la filosofía del lenguaje, quiso dejar
constancia de la nimia distancia que separa un desierto de un postre. Como
habrán podido adivinar, uno y otro reproducían viejas conversaciones
polifónicas que se desarrollaban en medio de una tormenta de polvo densa y
hostil. La conclusión general se la puedo adelantar porque siempre era la
misma: los monstruos que tanto les aterrorizaban habitaban las mismas guaridas
en las que descansaban sus sueños. He ahí la cuestión.
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