Después de la tormenta llegó el cansancio, un cansancio húmedo que
no parecía impedir el movimiento mecánico y dulce de aquella mano.
Efectivamente, olvidada ya de sí mismo, la mano seguía abriéndose camino a base
de caricias entre aleatorios caminos de piel. Saciarse parecía imposible, y la
calma no apareció.
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