La ventana se abrió y el sol, como si de una mano dulce se
tratara, se posó sobre su hombro. En el patio, las flores apenas entreabiertas
de los melocotoneros pugnaban entre ellas para llegar a formar parte del gran
vacío. Nada, ni siquiera la nerviosa brisa
de la primavera, parecía alterar la quieta superficie del estanque. Sin
embargo, en ese preciso instante ojos de otro mundo observaban en su interior
el marasmo de recuerdos de toda una vida. Y él lo sabía.
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