Para centrarse, para encontrar un equilibrio sereno, buscaba a la
menor oportunidad el centro de sí mismo. Pero un día las nubes, que parecían
teñirlo todo de gris, otro día su manifiesta torpeza, el caso es que las horas
pasaban, llegaba la hora de irse a la cama, se miraba al espejo, y descubría que
no había nada nuevo. Era la misma cara de siempre, el mismo gesto, más o menos
a mil kilómetros de distancia de la cordura más cercana.
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