La
tea que incendió su cama fue una mirada seguida de un manojo de palabras
perversas capaces de convertir aquél tálamo en un volcán. Allí, envuelto entre
las brumas del deseo, la bestia excéntrica hizo gala de su demencia y,
convertido en pura brasa abstracta, en aviesa alegoría de un fuego que parecía
indomable, fundó una nueva metafísica de la entrega.
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