Sin
nombre y con la lengua atada al sexo, vaga con pies cansados a través de un
valle de extraña negrura. Un viento misterioso le sostiene al borde mismo del
abismo, pero hasta allí le llegan las marañas de sueños plásticos embalsamados
al vacío, y un dolor como de hambre vieja impropio de él. Despierta, por fin,
con unas ganas enormes de llegar a casa, cerrar la caja de los gusanos
encefálicos que empañan el entendimiento, y llenarse de besos.
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