Ahíto
de nada, lo que se dice lleno a rebosar, se dispuso a sortear la perenne
lealtad de las espinas y, aprovechando la bajamar, a calafatear bien el alma
para cubrir a nado la distancia que media entre la realidad azul cinabrio y un
anhelo que, al apagar la luz, crecía entre sus brazos. No acababa de poner pie
en la otra orilla cuando el aire se pobló se instantes. La última imagen que
pasó por su cabeza, incomprensible como tantas, fue la de una nuca tatuada de
flores negras donde parecían libar una pareja de colibríes.
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