Sabía que la terquedad del tiempo, cada vez más huidizo e
irreparable, se tornaría primero en barba abandonada, más tarde melancólica
serenidad para terminar simplemente en polvo. Quizás por eso, y porque creía al
hombre y a la naturaleza capaces de las más increíbles hazañas, gustaba de
versificar su curiosidad malsana con astronómica y sutil exactitud, como si
estuviera construyendo una especie de sinfonía que necesariamente sería
inconclusa, y que no tendría la firma de Schubert.
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