A medio camino entre el esperpento y el espantapájaros, sentado en
el banco de un merendero cercano al río, a punto estuvo de pudrirse esperando.
De hecho, cualquiera que se le acercara hubiera podido decir que emanaba de él un
cierto tufillo a flor de muerto. Por supuesto que él no se daba cuenta de nada.
Se entretenía sin más pensando en cualquier cosa, en las musarañas por ejemplo,
y en un pispás su mente se iba lejos, lejísimo incluso del lugar en el que el
resto de su cuerpo continuaba esperando. Casi anochecía cuando una voz muy
queda, como de santo casamentero, salió de una especie de ojo de agua que se
había formado en el remanso del río. Y ahí se terminó su espera.
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