viernes, 2 de abril de 2010

CALVARIO

Llegó a acostumbrarse a su ausencia como acostumbrado estaba a que el sol saliera todos los días o a las implacables leyes de la gravedad. Sin embargo, ciertos dolores no tienen fondo, y es precisamente cuando uno deja de pensar eso y cree que ya no podría dolerle más, que más dolor es imposible, cuando nuevas punzadas a modo de calvario llamaban a la puerta de sus sentidos solicitando permiso de asilo. Los síntomas del padecimiento resultaban incuestionables: turbulencias de fango mezcla de lágrimas y polvo suspendido agitaban los recuerdos que, inmóviles en algún rincón de su cerebro, acaban desmayándose primero para terminar estropeados y hundidos en la oscuridad; su boca incontinente rezumaba tanta saliva cansada y deslucida que terminaba por hinchar su boca hasta el extremo de no poder cerrarla. La grasa, reconvertida en sudor frío, se desvanecía. No así el dolor.

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