Años después, recordando aquella entrevista que apenas si duró unos minutos, me dijo que lo claro y visible de mis gestos contrastaba sobremanera con lo oscuro del lenguaje a través del cual intentaba decir aquello que necesitaba decir y aquello otro que se suele decir cuando no hay nada que decirse. Era primavera y en la calle, mientras se desarrollaba la conversación, llovían males envueltos en gelatinas de palidez sedosa, y cuando escampaba hacía su aparición un sol negro y profundo que hacía florecer por doquier los instantes de lepra. Era precisamente en esos instantes de tregua cuando sus ojos aprovechaban para mirarme con una especie de sed vacía y lejana. Aunque no era lo previsto, finalmente me contrató como guardián de sus archivos y sus sellos. No tuve más remedio que aceptar.
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