Fue
un alba de cicatrices mezcla de cal y vino la que tuvo el dudoso honor de
despertar el indefinible vacío de la gangrena, pero fueron sus ojos, trocitos
de cuarzo despedazados con sabor a lagrimal, los que se apercibieron el
advenimiento de la piedra exterminadora. Constatada la agresión, la brújula
marcó un nuevo rumbo y el tiempo se detuvo a descansar.
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