Su intención no era esa, pero lo cierto es que dobló una esquina y, nadie
sabe ni cómo ni por qué, le abandonó su conciencia. A contraluz del
silencio, aullando claroscuros, huyó de aquel lugar no fuera a ser que le
empezaran a abandonar una tras otra todas aquellos atributos del ser que lo
distinguían como persona. Pero ya era tarde. En la siguiente bocacalle se le
insinuó el sopor de un sueño irrenunciable, y una calle más allá, a
contracorriente de todos los que salían del metro, se apoderó de él el diáfano
espectro de una luz prieta insoportablemente atractiva.
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