Mucho antes de la nada hubo un instante en el que todo fue perfecto, y tuvo
que ser un muerto, un muerto soñador de apellido Samatelo, el que hiciera
posible el milagro. Imaginó que no existía, y fue ese no existir lo que
propició la calma que vino después, la ausencia de nubes. No encontró felicidad
alguna, no nadó en sonrisas ni hizo suyas los chorros de anhelos y promesas
propias de los vivos. Fue mucho antes de la nada. Simplemente imaginó que no
existía, y ya: todo fue perfecto.
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