Mientras mondaba la última naranja que quedaba en el frutero se interrogaba
a propósito de cuál podría ser el origen de ese gusto suyo por indagar de
continuo sobre la naturaleza última de las cosas. El tiempo, como si de un
corcho se tratara, se le antojaba liviano y áspero, y la materia, el universo
todo, un espacio indefiniblemente oscuro, especialmente por las noches, y
repleto de agujeros. Lo único claro era la velocidad, que sin duda alguna debía
ser algo blanco muy parecido al tocino. Cuando terminó de dar cuenta del último
gajo seguía con sus disquisiciones, y en una de estas pensó que quisiera morir
como ha vivido: ignorante, pero sin dejar de preguntarse cosas.
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