Absorbía con rotundidad el aire de la
mañana devolviendo al éter con gratitud un aliento cálido y algo melancólico.
Eso hacía con sus pulmones. Al mismo tiempo, de sus extremidades inferiores
salían unos huesos de luz que empujaban las piedras y las latas a la orilla del
camino despertando así a los cardos borriqueros del descampado. A todo esto, su
corazón bajaba la última cuesta en dirección a la casa abandonada, y el mundo
se hundía bajo sus pies.
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