Dormía
con placidez en lo más profundo de su propio abismo, ese que ella misma se
construyó no sin esfuerzo y con mucho mimo. Y todo iba bien hasta que alguien se
atrevió a morder su grupa de pera y durazno. Continuó acostada un largo rato,
satisfecha y algo triste, con la angostura melancólica propia de una estrella
herida, mientras un gran coro de señales y semillas festejó la llegada de aquel
grano de sal transparente y ordenado. Como de costumbre, el resto del día
transcurrió gris e insípido, aunque le pareció vislumbrar en el diálogo con las
cosas un cierto barniz de atractiva novedad.
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