Era
tarde y, como si de un verso errante se tratara, deambulaba por las calles de
la ciudad antigua buscando el sabor de los besos desparejados y los halagos de
desván. Halló lo que no buscaba y, a la mañana siguiente, le despertó el son de
una cucharilla percutiendo sobre su taza de café. Se vistió, constató por
millonésima vez sus arrugas de madriguera y, siguiendo el vibrante eco de la
porcelana, se dirigió a su encuentro con el recuerdo de ayer. Nada que objetar:
el vacío sigue ahí.
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