Una
urdimbre de sentimientos revueltos le mantenía alejado del mundo. Vivía su vida
desde lejos, como a control remoto, y se veía a sí mismo simple y en cierto
modo estúpido, incapaz de distinguir lo bueno de lo mezquino entre una vorágine
de sensaciones nuevas que nacían en él y se perdían en la cacofonía de las
calles y el tráfico. Un mal día -porque fue eso, un mal día- se negó a
despertar. Desde la cama, de reojo, veía reflejado el tono fúnebre de sus ojos
sobre el espejo, y se sentía bien.
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