A plena luz del día, aunque no siempre a la luz de la razón, aquel hombre
de rostro deslucido rumiaba sus cuitas con una tranquilidad que invitaba al
sopor. Su aspecto sombrío, casi siniestro, llevaba a pensar a quien lo
contemplaba que, en su interior, debía ser presa de alguna enfermedad
incurable. Con todo, una estricta dieta de café con leche y pan con mantequilla
aportaba a su figura un cierto aire de cándido pudor gracias a lo cual
terminaban asociándole de forma inmerecida con el honrado colectivo de sastres
y dentistas.
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