Su mundo y él, ambos dos, amanecieron oscuros y fríos, huérfanos de piel,
después de que la noche sembrara sus dudas y de que una luz mortecina amenazara
con dinamitar el heroico reducto de sus esperanzas. En un instante, todo
cambió. Fue la perspectiva. Una nueva perspectiva. Se abrió la ventana y la vio
abajo. Él habitaba una especie de bóveda celeste y ella estaba abajo. Grande,
hermosa, nueva... Soñaron de todo, se dijeron de todo y, al terminar, dejaron
en el éter un rastro de gozo en forma de miel y sangre fácilmente perceptible
desde Texas a la Patagonia.
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