Pixelados
con restos de barro y hierbas, y envueltos en una especie de neblina dulcemente
desvergonzada, se mostraron el uno al otro sin más testigos que un cielo neutro
y densamente aborregado. Hechas las presentaciones, se amaron sin palabras,
como poseídos por un silencio que lo envolvía todo y que, prolongado más allá
de lo razonable, adquiría un nuevo significado.
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