Los
teléfonos dejaron de funcionar, internet se colapsó, los satélites no emitían
más que tonterías y así, sin whatssap, huérfano de skype, con el viber mudo y sin
un me gusta o un triste correo que echarse a la boca, se fue muriendo de pena. Con
sus ojos bajo el influjo de un terrible aguacero, echaba en falta esa clase de
impudor telemático que le sentaba tan bien. Hay que decir también que, si bien
aquella acumulación de calamidades dejó en su alma un aire enrarecido, no tardó
mucho en encontrar la manera de seguir disfrutando de la felicidad que supone
sentirse amado. Los autobuses funcionaban, y se fue a verla.
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