Creyó
ser testigo de un gran presagio, otro más, con la particularidad de que este
tuvo lugar un martes anodino de principios de primavera. Sentado sobre un
poyete de vieja piedra gallega observó cómo la pasión, con una parsimonia y una
lentitud extraña en ella, se adueñaba del puro razonar. La sensación era la de
hallarse ante una espada de calor que avanzaba desnuda hacía el centro mismo
del ser derritiendo a su paso toda posibilidad de sinapsis. De alguna forma, lo
esperaba. Sus tranquilos y simples ademanes de diletante en las artes
adivinatorias se veían corroboradas con estos pequeños éxitos que le animaban a
perseverar en el complejo camino de la estupidez.
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