El hombre deshabitado se despertaba por las mañanas como todo hijo de vecino,
con la única peculiaridad de que él, a su vez, no tenía ningún habitante
interior al que despertar. Vacío como estaba en su fuero interno, podía dirigir
sus pasos a la cocina y prepararse su café con la tranquilidad que da saber que
nadie le exigiría cuenta alguna. Sin un súper ego que echarse a la boca, sin
rumores interiores que le inquietaran, sin una mala ni buena conciencia que le
recriminara ciertos tintes de amargura que amenazaban con estropear la
envidiable tranquilidad de su vida interior, vivía lo que se dice en perfecto maridaje
con su nada. Su expresión preferida era: "Pues nada, aquí paz y después
gloria".
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