Reinaba
en la estancia una quietud, un sosiego extremo que contrastaba con los jadeos y
bramidos imaginarios que inundaban su cabeza y cuya procedencia ubicaba, con la
exactitud propia del deseo, en las fauces de la cajera del súper. No era la
primera vez. Afortunadamente, su pensamiento, a semejanza de las flores y la
sangre, secaba con rapidez, razón por la cual podía volver a hacer la compra
sin que las ganas y un estremecimiento vago imposible de controlar le
traicionaran en exceso.
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