Mientras
esperaba su turno en la consulta, notó un dolor que parecía sepultarse en el
tiempo, y el tiempo, a juzgar por la localización en la que se encontraba el
dolor, debía estar sepultado muy cerca de las tripas, oculto en algún lugar
perdido entre el intestino grueso y el intestino delgado. Pero claro, ese no es
buen sitio para nadie, ni siquiera para un dolor, y mucho menos en entes como
los intestinos que debieran ser ejemplo para la conducta ajena. La enfermera se
lo dijo con claridad: pretender alcanzar la propia fuente del pecado, amar el
pecado por el pecado, no era el camino. Debía probar a hacer con sus propias
manos albóndigas de arroz y, por ende, debía aprender a dejarse llevar por ese
peculiar aroma de primavera mezcla de pinos y de tierra recién mojada. De esta
forma, le aseguró, iría refinando y templando dentro de él tanto su carácter
como sus reflexiones. Y eso hizo. Y no le fue mal.
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