Sin
sombra en la que cobijarse y sin tiempo que perder, el maltratado páramo dio a
luz un vegetal hecho espiga, hijo de la estéril sombra y de un tumulto de
soledad que, borracho de nieve negra, se dio a la fuga. Fue un parto difícil en
el que la iracunda noche extranjera y la salmuera tuvieron que hacer de improvisadas
comadronas aportando a la espiga el arrullo propio de las madres. Tras el
primer llanto, le cubrieron con manojos de niebla huracanada y le alimentaron
con racimos de sal. Posteriormente, siguiendo el modo espartano, le dejado a la
intemperie durante tres días para abandonarlo después, como a Moisés, en un
caudaloso río de estiércol de extensa desembocadura. Y cuesta decirlo, pero nunca
más se supo.
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