Como en el cuento de la estatua de aquel ángel ciego, había un
camarero en mi barrio que parecía incapaz de percibir el rosario de gestos
enamorados que flotaban en el aire sin más destinatario que su ceguera. Yo creo
que jamás los intuyó, y eso que de lunes a viernes, todos los días siempre a la
misma hora, aquella doña le pedía con sus mejores modales el café con churros
de siempre, con ojos de mujer rendida y un tono de voz escandalosamente dulce.
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