A veces no podía dormir y, entre una época
glacial y otra, se refugiaba en las mantas mientras pasaban por su cabeza mil
tonterías en forma de pensamientos. Pensaba por ejemplo que, viviendo como
vivía en una sociedad en la que el derroche era la mayor virtud, no se
explicaba por qué le había tocado en suerte un casero tan poco virtuoso, al
menos en lo que a encendidos de la caldera se refiere. Hacía frío, mucho frío,
tanto que su aliento apenas si podía avanzar unos centímetros antes de caer
derrotado por la gélida atmósfera que envolvía la habitación. También pensaba
que ser pobre en el hemisferio norte es una suerte de doble pobreza, y que su
estupidez o su mala suerte debían ser mayúsculas tirando a estratosféricas,
para continuar sumergido en la misma mierda después de tanto viaje.
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