El olor a invierno se diluía con el paso de los días mientras una
luz cálida y apacible iba ocupando su lugar entre las cosas. Lo único
inamovible, para desesperación del verdadero Heráclito, era el gato, que
también se llamaba Heráclito. Hacía más de un año ya que Heráclito se había
apoderado de su sillón, orejeras incluidas, del que no se movía ni a sol ni a sombra. Y eso le
tenía muy enfadado. Mucho. Tanto que nunca hablaba con el gato. Y cuando era el
gato el que se dirigía a él, nunca le respondía. Todo fluye, nada permanece,
menos el puto gato. Ya verás cómo, el día menos pensado, tendremos un disgusto.
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