A medio camino entre la matraca y la soflama, la solemne perorata
de la que fuimos objeto no dejaba de ser un pasatiempo más de la muerte, uno de
entre tantos espectáculos incomprensibles que animaban el espeso transcurrir de las horas en aquel
lugar extraño donde sobrevivir se había convertido en un divertimento. Pero
había salida: bastaba con coger el carro y huir. De risa en risa, con la
barriga a punto de reventar por un atracón bacteriano, elipses concéntricas de
mazas hacían malabares en los semáforos mostrando a las claras sus signos de
autenticidad.
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