La asamblea de hombres intelectualmente sordos se inicio con la
lectura de un Orden del Día al cual nadie prestó la más mínima atención. Quien
más quien menos tenía su propio discurso, de modo que cada cual se limitaba a
gritar al de al lado la misma retahíla de simplezas que venía repitiendo desde
tiempos inmemoriales. No había peligro de contagio ya que nadie cometía la
bajeza de escuchar.
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