domingo, 8 de febrero de 2009

BIENAVENTURADOS LOS QUE DUERMEN ABRAZADOS

No tengo ninguna intención de disculpar a la realidad de sus continuas impertinencias. Para eso ya está la ciencia. Mi interés a día de hoy se circunscribe a ciertos aspectos de la vida que se presentan ante mí desnudos de leyes, descatalogados e impredecibles. Es de eso, si puedo, de lo que quisiera hablarles hoy. De las voces que surcan el aire en medio de la niebla, por ejemplo. De los apetecibles manjares con los que sueño en forma de libidinosas fresas, y de míticas travesías de jugos río arriba, que son otros dos por ejemplos del tipo de cosas de las que me gustaría hablarles hoy. En realidad debería ser capaz de ser más estricto aún y limitarme a compartir con ustedes ciertos enigmas, como por ejemplo el enigma que me hace llevar siempre en el bolsillo derecho del abrigo una bóveda celeste repleta de nebulosas y mundos aún por descubrir, o el misterio por el cual tengo la sensación de no hacer otra cosa que escribir con tinta de alondra copias redundantes de mí mismo. Reduciendo aún más el centro de interés, debiera confinar mis reflexiones al hecho de informarles sin más de mi incomprensión absoluta sobre el origen de las fuerzas que me empujan a decir cosas inexplicables tales como “sobre ti flujo y me reflujo en el crisol de las lontananzas”. Me leo la mano y me digo a mí mismo la buenaventura: bienaventurados los que duermen abrazados, me digo, y eso que me digo, aunque lo comprendo, me pone triste.

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