sábado, 21 de febrero de 2009

LA RESUCITADA

En medio, como los jueves, de un llano en llamas, no oía el ladrar de los perros ni hubiera escuchado siquiera el rugir de un tigre de Bengala a dos palmos de mis narices, por la sencilla razón de que los gritos del vecindario que acompañaban la imagen de la resucitada en su pasear por la calle principal del pueblo, resultaban literalmente ensordecedores y ahogaban cualquier otra cosa que no fuera los rugidos que salían a borbotones de sus aterrorizadas gargantas. Si bien el escribiente dejó constancia oficial de aquel suceso a través de una colección de silencios que hicieron época, fueron mis ojos inquietos, acostumbrados a la continuidad de los parques y a la búsqueda primero de un hijo y luego de un cielo para mi hijo, los que tuvieron que soportar el peso de la evidencia. En aquella noche cálida y sin viento, la mujer muerta se acercó a mí, me cogió la mano, y la besó. Aquella noche de juegos imposibles viví cosas que sólo acontecen fruto del delirio y de la más espesa de las nieblas interiores.

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