viernes, 13 de febrero de 2009

ESCOMBROS

Su figura llegó a mí ungida por la urgencia de lo obvio y el fatalismo de un destino, el suyo, que a juzgar por la enormidad de sus ojos parecía nacido para sufrir las leyes del asombro. Sin pertenecer por completo a ninguno de los once tipos de soledad dotados de reconocimiento oficial, y no susceptible, por tanto, de subvención pública alguna, la suya era una ausencia escueta y enjuta, carente del más mínimo atisbo de brillantez. Nunca levantó los ojos de la pantalla para observar el milagro de las ventanas, y nunca pudo por tanto reconocerse en las empáticas nubes que deambulan perdidas por los cielos, como luego lo haría él, en busca de un ajuste constante entre la función y su forma. Definitivamente: silenciar a los niños enjaulándolos aislados en estaciones de juegos virtuales, para enterrarlos después, si lo primero no funcionaba, en montañas de televisión, no fue una buena idea. Molestaban poco, pero no fue una buena idea. Los gestos de aquel muchacho que me miraba mientras se comía el helado de guayaba me hablaban de tensiones escleróticas y claustrofóbicas, a partes iguales, de muy difícil resolución. Proscrito para siempre tras las marcas de su infortunio, veía los devastados jardines del mundo desde el ángulo ciego de sus mentiras contagiosas, escrutando detrás de cada píxel, de cada trocito de realidad, escombros y más escombros de realidad, que es como decir escombros y más escombros de trocitos de píxel.

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