lunes, 23 de febrero de 2009

MANO

Su mano la conocía, no exactamente como la palma de su mano, pero casi. Y digo casi por pudor, por pensar que casi nunca llegas a conocer del todo nada, tampoco tu mano. Sabes, eso si, que cuelga desde la extremidad de cada antebrazo formando el conocido quiridio, como llegas a saber también que la casa de tu novia quedaba a mano derecha del río y que al techo de la casa del tal Tarres le hubiera venido bien una mano de pintura. Y esto me lleva a pensar que, aunque no termines de conocer ninguna de tus manos como la palma de tu mano, en realidad si que existe un cierto bagaje de conocimientos a este respecto que conviene no olvidar y tener siempre a mano. Por ejemplo, siendo cierto, como es, que te puedes ir tranquilo si sabes que el negocio queda en buenas manos, no menos cierto resulta el hecho evidente de que son muchas las veces en las que la mano derecha no se entiende con la izquierda y en los que la mano de obra, por hablar de otro tema, termina pagando el pato de todas las crisis quedándose mano sobre mano mientras son otros los que se frotan las manos, no de frío sino de puro gusto y avaricia. Y es que, aunque te hayas comprado un manos libres, lo cierto es que no siempre puedes tener las manos libres. No porque las manos sean o dejen de ser buenas o malas manos, si no porque nunca se puede abrir la mano como uno quisiera. Hay límites. Y aunque te echen una mano, sigue habiendo límites. Y aunque pongas la mano en el fuego, sigue habiendo límites. No hace falta, obviamente, ni alzar la mano ni llegar a las manos, a no ser que la pretensión sea la de meterte mano, en cuyo caso resulta mano de santo empezar dando besos a manos llenas sin importante un carajo que al final te pillen o no con las manos en la masa. Eso lo sé de primera mano. Pero vamos a dejarlo. Tengo la sensación de que con toda esta perorata se me ha ido la mano. En realidad, mi intención inicial era narrarles la escena aquella en la que, justo en la casilla en la que debía quedar situada la dama negra, cayó una lágrima. Y luego otra. Y que fue una mano, o mejor, el dedo índice de una mano, la que secó el tablero mientras, incomprensiblemente, el jugador de damas continuaba impertérrito con los quehaceres propios de su condición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario